FRENTE AMPLIO O BLOQUE HISTÓRICO.

OPINION

Estos últimos meses se está hablando mucho de un frente Amplio liderado por la ministra de Trabajo Yolanda Diaz, con el apoyo, por ahora de IU y Unidas Podemos. 
Si diseccionamos con minuciosidad esta propuesta de Frente Amplio, basándonos en el currículum de los impulsores de esta alternativa, vemos que su objetivo, su único objetivo, es ganar unas elecciones, nada más. Ninguna mención a la presión en las calles, a un mínimo programa político ni a su relación con los innumerables movimientos sociales que se movilizan día tras día luchando por unas mejores  condiciones de vida.

Pero, ¿Qué harán una vez ganadas las elecciones?, conociendo su trayectoria, gestionar con más profesionalidad el sistema. En lugar de ese Frente Amplio, edulcorado y pactista, nuestra organización propone un Frente Amplio de ruptura democrática con el pasado y con este presente contaminado de arriba a abajo con el pasado franquista.

Un Frente Amplio con un programa de mínimos, no deja de ser un movimiento táctico para este periodo, que aglutine a todas las organizaciones, sindicatos y movimientos sociales que estén a favor de una verdadera ruptura democrática con el actual estado de cosas. Un programa mínimo con la lucha por la República como eje vertebrador, el apoyo a las aspiraciones de las nacionalidades, la lucha feminista para conseguir una igualdad total entre mujeres y hombres, en el ámbito social, laboral y sexual, por una sanidad universal, gratuita y de calidad, abogamos por una educación pública, laica y universal, eliminando toda inyección de dinero público para la escuela privada, o, como la llaman ellos, concertada, por el derecho a una vivienda digna, expulsando a todos los fondos buitres del  estado, por unas pensiones, que primero se equiparen a la los países del entorno y luego vayan subiendo igual que el IPC, por una condena institucional al pasado franquista y una ley de Memoria Histórica que juzgue todos los delitos cometidos durante la dictadura y la Transición.

También, y no menos importante, la depuración total y absoluta de la policía, guardia civil y ejército. Pero nuestra estrategia, a medio y largo plazo, es la conformación de un Bloque Histórico Anticapitalista. Con la lucha contra el actual sistema capitalista  para implantar una Confederación de Repúblicas Constituyentes, Ecosocialista, Feminista, Internacionalista y Revolucionaria.

  Mauricio Rodriguez-Gastaminjza

Los Pactos de la Moncloa de ayer y la lucha contra los pactos sociales del presente, una reflexión necesaria.

//Manuel de la Rosa Hernández//

El 25 de octubre de 1977 se firmaron en el Palacio de la Moncloa, cuatro meses después de las primeras elecciones democráticas, un pacto que ha pasado a las posteridad con ese nombre. El Pacto son dos acuerdos, uno económico y otro político. El acuerdo económico incluye una serie de medidas de ajuste económico para estabilizar la economía capitalista en el Estado español. El acuerdo político reconocía una serie de derechos que posteriormente se trasladarían al Código Penal y a la Constitución de 1978. El Congreso y el Senado lo aprueban el 27 de octubre y el 11 de noviembre de ese año, respectivamente. Es interesante volver sobre ello en estos tiempos en que nuevamente el pacto social aparece en la escena política y puede ser determinante en el empeoramiento de nuestras condiciones de vida.

El marco político en el que se producen estos pactos

Una de los objetivos de Adolfo Suárez era el impulso de pactos sociales, para alcanzar   consensos que favorecieran su actuación política.  Es el caso, entre otros, de los conocidos como Pactos de la Moncloa.

En la presentación de los documentos de los Pactos de la Moncloa se incluye que “Las fuerzas políticas con representación parlamentaria eran conscientes de que la grave situación española requería un esfuerzo común construido a base del más auténtico patriotismo. Existía, por tanto, en la toma de conciencia de nuestra situación esa coincidencia en anteponer los intereses comunes y de Estado a los intereses de partido. Sobre estas bases se desarrolló la colaboración, el entendimiento y el consenso.”

Los firmantes fueron finalmente Adolfo Suárez (UCD) en nombre del gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo (por UCD), Felipe González (por el Partido Socialista Obrero Español), Santiago Carrillo (por el Partido Comunista de España), Enrique Tierno Galván (por el Partido Socialista Popular), Josep Maria Triginer (por la Federación Catalana del PSOE), Joan Reventós (por Convergencia Socialista de Cataluña), Juan Ajuriaguerra (por el Partido Nacionalista Vasco) y Miquel Roca (por Convergència i Unió). Manuel Fraga (por Alianza Popular) no suscribió el acuerdo político, pero sí el económico. que se justifican con la excusa de “crisis económica” de aquellos años y en la necesidad de “consolidar la Transición a la democracia.”

Es de suyo propio que estas nuevas fuerzas de la derecha se planteen como cuestión clave la razón de estado, pero que a eso se apuntaran el PCE y el PSOE podría resultar poco comprensible, sino  conociéramos la trayectoria de uno y otro partido.

El PSOE ya había decidido en el Congreso de Suresnes de 1974 en que toma el control una hornada de militantes con Felipe González a la cabeza que va a ir dejando atrás toda veleidad radical.  La colaboración de la socialdemocracia alemana fue fundamental para el curso de moderación del PSOE que colaboró con financiación, aportando cuadros y entrenamiento técnico que fue crucial en el lanzamiento a gran escala de su proyecto e imagen para convertirse en una organización política significativa. En el año 1979 celebrará dos Congresos. En septiembre se celebró un Congreso Extraordinario en el que se abandonó definitivamente los postulados marxistas, se aceptó el socialismo democrático como línea política oficial y consolida el liderazgo de Felipe González y se preparan para que su partido llegue a ser sostén y garante de todo lo que se preparaba entre bastidores.

El PCE que había tenido durante la dictadura un papel mucho más relevante y decisivo que el PSOE dentro de la lucha antifranquista, se preparaba para darle continuidad a su tradicional política de reconciliación nacional, preparando a su base para aceptar la monarquía, el papel preponderante de la UCD como vertebrador del nuevo régimen en curso. Fue un abanderado entusiasta de los pactos sociales como los conocidos como Pactos de la Moncloa o del proceso que llevó a  conformar un nuevo régimen. Santiago Carrillo, secretario General del PCE llegó a afirmar de los Pactos de la Moncloa que “fueron el programa básico de la transición”

Surgen agrupamientos obreros  de izquierda que tienen como centro la denuncia a las políticas pactistas auspiciadas por las direcciones del PCE y de Comisiones Obreras, especialmente con los llamados Pactos de la Moncloa por su repercusión en las retribuciones, jornada laboral y condiciones de trabajo del conjunto de la clase obrera. 

Las formaciones a la izquierda del PCE promoverán la denuncia y movilización social contra los Pactos de la Moncloa. La LCR puso en el centro de su actividad política la denuncia y oposición a estos pactos, llamando a la más amplia unidad de fuerzas sindicales, sociales y políticas. Hubo algunas resistencias, incluyendo importantes  manifestaciones pero ello no permitió cambiar la correlación de fuerzas.

Los Pactos de la Moncloa supusieron una derrota para el movimiento obrero y sindical y para las diversas izquierdas no reformistas existentes del Estado español en aquellos momentos. “Unidad sindical, contra el pacto sindical” era la consigna que animaba este movimiento. Esa derrota colocó a las organizaciones que se oponían a esos Pactos en una situación difícil, donde la mera resistencia se hacía ya en una situación desfavorable e incierta.

El contenido de los acuerdos firmados

Se habla mucho de los Pactos de la Moncloa y menos de su contenido y significado que cayeron como un jarro de agua fría sobre los trabajadores, el movimiento obrero y el sindicalismo. El presidente Adolfo Suárez tras la firma manifestó su confianza en que “el pueblo aceptará los sacrificios que a todos nos impone un programa de este tipo” y manifestó que “la austeridad va a ser la protagonista de nuestras vidas en los próximos meses”

La burguesía española tenía el temor que la situación social y política se viera desbordada. El nuevo gobierno de UCD no las tenía todas consigo, con el agravamiento de la crisis económica y un movimiento obrero que no cesaba de hacer valer día a día sus demandas. La burguesía necesitaba modificar esa situación a su favor. Ahí entraba el papel que podría jugar un pacto social.

Las claves de este pacto eran las contrapartidas económicas que se pusieron sobre la mesa y que iban a ser sufridas por la clase trabajadora, las razones y acuerdos en el terreno político, aunque importantes, no eran lo decisivo. Lo esencial era reconducir al movimiento obrero hacia la paz social y hacia la derrota, en nombre de la democracia y la amenaza de la vuelta atrás hacia los tiempos oscuros del franquismo.

Los Pactos lo formaban un apartado político (Programa de Actuación Jurídica y Política) y otro económico (Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía). El económico a su vez podía dividirse en las medidas urgentes (contra la inflación y el desequilibrio exterior) y las reformas necesarias a medio plazo para repartir los costes de la crisis, que no es difícil adivinar sobre quienes iban a recaer. El gobierno de UCD a contar con la colaboración fundamental del PCE y CCOO, que tenían la voluntad, la fuerza y la decisión para ponerse al servicio de ese objetivo. Pero también del PSOE y UGT.

En los Pactos de la Moncloa se estableció que las subidas salariales fueran inferiores al IPC, y se vinculaban a la inflación prevista, no al aumento real del coste de la vida. Así se establecieron topes salariales que le venían bien al empresariado para aumentar sus tasas de ganancias, y se facilitaban los despidos a las empresas, hasta de un 5% de las plantillas, si se sobrepasaban dichos límites salariales. Con una inflación del 26% se estableció un tope salarial del 22% para 1978. Se respondía a las reivindicaciones empresariales facilitando la contratación temporal y la reducción de plantillas mediante despidos. Además, se reducían los productos sometidos a control de precios por el estado, se ponían topes al gasto público y limites al déficit. En contrapartida a los ajustes y recortes que debían sufrir los trabajadores, se prometían políticas sociales de urbanismo, vivienda, reforma de la seguridad social, aumento de servicios sociales, reforma fiscal, etc. Las contrapartidas sociales que correspondía cumplir al gobierno no se llevaron a cabo en la mayoría de los casos.

Desde CCOO llegaron a defender que los pactos suponían un cambio a mejor en la política económica y que promoverían la moderación salarial. Era la línea oficial del PCE, el mismo Carrillo aseguraba que los Pactos eran “la plasmación de la política de reconciliación nacional”, llegando a calificarlos de progresistas. Para el PCE no fueron un mal menor, sino todo un éxito. Marcelino Camacho (CCOO), llegó a reconocer que tuvo que “vencer algunas resistencias para sumar a Comisiones”, calificó los pactos de “históricos”, asegurando que no se trataba de un pacto social y que no se podía conseguir algo mejor.

Es inadmisible que organizaciones como el PCE o CCOO aprobaran dentro de esos pactos el darle al empresariado la posibilidad de despedir al 5% de la plantilla libremente, si se superaban los topes salariales, era una medida de presión y chantaje para que los trabajadores no se movilizaran y rebajaran su potencial reivindicativo. Los Pactos de la Moncloa eran un ataque en toda regla al movimiento obrero, y suponían un retroceso para los derechos laborales, un aumento de la precarización y el establecimiento de un marco jurídico cada vez más favorable al mundo empresarial; por tanto, los pactos fueron una avanzadilla de futuros ataques y exigencias patronales.  

El escenario actual de nuevos pactos

Hoy queda lejos aquellos presupuestos políticos e ideológicos quese  manejaban en la llamada transición. Pero si hay un fondo que es el del consenso político en nombre del intereses general, de las razones de estado que determinan la actividad política de Izquierda Unida y de Podemos hoy. Aunque su pragmatismo político orienta su actividad a mantener sus parcelas de gestión dentro del gobierno estatal.

Los distintos acuerdos que se han planteado por parte de los socios del gobierno estatal de coalición están cruzados por la política de pacto social de fondo. Esto se ha visto en acuerdos de las pensiones o más recientemente con el acuerdo de la reforma laboral en la que pactan el gobierno, la CEOE y los sindicatos CCOO y UGT no derogar la reforma del PP de 2012, ya de la del PSOE ni hablan de cambiarla. Ni tampoco derogan la reformas de las pensiones del PSOE y PP.

El ejecutivo español en lugar de llevar adelante sus acuerdos de programa de gobierno como correspondería vuelven a recurrir al pacto social tripartito entre patronal, sindicatos y gobierno.

En 1977 el movimiento obrero y popular fue derrotado y traicionado por sus direcciones: Las fuerzas que abogaban por el rechazo a los Pactos de la Moncloa no pudieron hacerle frente con una amplia participación social suficiente, les faltó en muchos casos la unidad, la organización y coordinación que eran necesarias, aunque lo intentaron.Ahora en este 2022 tenemos que derrotar en la calle, en los centros de trabajo y en los barrios los pactos sociales con los que pretenden cercenar nuestros derechos sociales y libertades. Será necesaria la unidad y coordinación de todas las organizaciones que rechazamos el acuerdo de pensiones, el pacto social de mantenimiento de la reforma laboral del PP, exigiendo juntas la derogación de todas las anteriores reformas.

¿GIRO POLITICO DE EUSKALHERRIA BILDU?

EHBilduren azkeneko erabaki politikoak, New Generation funtsen aldeko botoekin, Estatu mailan Sanchez Gobernuaren aurrekontuen aldeko botoekin, Chiviterena Nafarroako foru gobernuan, edo EAEn Urkullureren aurrekontuen abstentzioarekin, ezkerreko militante, sindikalista eta abarren hainbat artikulu ekarri ditu. Antikapitalistak-eko kideek ere parte hartu dugu eztabaida honetan. Webgunean hiru artikulu aurkezten ditugu. Eztabaida irekia uzten dugu, uste baitugu EH Bilduk hartu duen bilakaerak garrantzi handia duela etorkizunean Euskal Herriko ezker apurtzailearentzat.


Las ultimas posiciones de Euskal Herria Bildu, con su abstencion, o votos favorables a los Fondos New Generation, presupuestos de los Gobiernos Sanchez a nivel estatal, Chivite en Nafarroa o Urkullu en Euskadi, ha supuesto una serie de artículos por parte de no pocos militantes de izquierda, sindicalistas etc.

Debates y artículos en los que también han participado compañeros/as de Antikapitalistak.En este post de la web presentamos tres de ellos y queda abierto el hilo para el futuro ya que creemos que el devenir que tome EH Bildu tiene gran importancia en el futuro para la izquierda rupturista de Euskal Herria

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Los Presupuestos de la renuncia estratégica de la izquierda abertzale

Los Presupuestos de la renuncia estratégica de la izquierda abertzale

<Tomado de El Salto> Cristaliza en Euskal Herria una izquierda gobernista que renuncia a la ruptura, haciendo necesario acabar con la dependencia de los movimientos sociales hacia ella <-Ixone Rekalde Mikel Labeaga-> (Militantes de Antikapitalistak Euskal Herria) Se confirma la cristalización de un giro de estrategia en la denominada izquierda abertzale institucional, que efectivamente ya muestra su cara más gobernista y...

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El Bidasoa, un pequeño Mediterráneo en pleno Euskal Herria

<IOSU DEL MORAL>
( Tomado de VS)

 
El Bidasoa, ese río que mientras para unos simplemente marca el límite entre Iparralde, norte de Euskal Herria del lado francés, y Hegoalde, sur de Euskal Herria del lado del Estado español, y para otros se trata de la histórica frontera que separa ambos estados, por desgracia parece que para algunas personas migrantes en los últimos tiempos se haya convertido en el trágico final de su viaje. En realidad, para muchos el Bidasoa es, simplemente, un río; un río que desde siempre ha sido punto de encuentro de los pueblos, caseríos y familias congregadas a ambas orillas de su rivera, a las que ha nutrido de una infinidad de recursos naturales de todo tipo.
Evidentemente, el problema no es el río per se, sino que el verdadero problema reside en quienes se han encargado de utilizar dicho afluente como barrera para reforzar esas líneas imaginarias denominadas fronteras políticas. Delimitaciones que para muchos seres humanos se convierten en aquello que les separa entre la más absoluta miseria y el pequeño rayo de esperanza al otro lado. Una miseria estructural que, además, es producida en sus países de origen por los mismos que más tarde les niegan la entrada en los países de destino. Un tránsito que muy poco tiene que ver con la afable ruta turística con la que algunos caracterizan el horrendo peregrinaje al que las personas migrantes se ven abocadas, únicamente empujadas por el más absoluto instinto de supervivencia, por el cual abandonan constreñidas tierra y seres queridos, tratando de alcanzar algún lugar con supuestas mejores oportunidades.
Travesías migratorias que, en su mayor parte, se producen de manera forzosa debido a las guerras, la pobreza extrema, el cambio climático o la persecución y represión política, religiosa, sexual o racial. A priori,causas que no se asemejan en demasía a los idílicos motivos superficiales a los que algunos aluden, con el único objetivo de estigmatizar al colectivo migrante. En este preciso momento, según organismos internacionales, más de 200 millones de personas se encuentran desplazadas y deambulando lejos de sus hogares y de sus lugares de origen. Un dato que triplica el número de desplazados que en su momento se diera durante la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, para Occidente sigue sin significar lo mismo cuando las bombas caen sobre Londres o París que cuando lo hacen sobre Kabul o Damasco.
Por supuesto, la guerra y el hambre son menos guerra y menos hambre cuando éstas se producen lejos de nuestro viejo y decadente continente europeo. Una Europa, supuesta cuna de un distorsionado concepto de democracia y de una maniquea moralidad, que se coloca cínicamente una venda para ni ver ni mostrar el horror humanitario que en este preciso instante se está dando a lo largo de su perímetro y del cual, además de una impasible espectadora, es una activa cómplice. Por ello, consciente de lo que sucede y consciente de lo que hace, la Unión Europea blinda sus fronteras, cercando sus dominios en una especie de inexpugnable fortaleza medieval que frena los sueños de aquellas personas para las que su meta se encuentre al otro lado de ese infranqueable muro.
De hecho, tal es el afán de reforzamiento fronterizo por parte de la UE que dicha ansia parece haberse trasladado también a los propios estados miembros. Estados que, desde posiciones unilaterales, deciden intensificar sus fronteras internas, en muchas ocasiones incumpliendo reiteradamente varios de los acuerdos alcanzados en torno a las normativas básicas reguladoras del Espacio Schengen. Una Unión carente de cualquier atisbo de solidaridad y, menos aún, de algún tipo de comportamiento ético, que mantiene una clara hoja de ruta por la cual endurece su política migratoria, a la vez que firma fraudulentos acuerdos económicos que condicionan el statu quo de toda una serie de países periféricos a los que utiliza como tapón frente a los distintos flujos migratorios.
Desde luego, no podían faltar en este entramado ni el Gobierno del Estado español, ni el Gobierno Vasco, como componentes activos del engranaje europeo. Los primeros, por tratarse de un estado frontera que además de colindar con los países norafricanos es entrada tradicional de las personas provenientes de los países latinoamericanos, dada su relación histórica, y los segundos por ser un territorio donde se encuentra una frontera entre dos estados miembros de la U.E. y por tener un fuerte arraigo a ambos lados de la misma. Es cierto que el acrecentamiento dado en el límite franco-español ha venido de manos del Gobierno francés, el cual en los últimos tiempos presionado por la ultraderecha trata de endurecer su política migratoria, pero no es menos cierto que ni el Gobierno español ni el vasco estén dando la respuesta humanitaria y social necesaria en la zona y en los municipios contiguos a la frontera del Bidasoa.
Mientras a nuestros dirigentes se les llena la boca de eslóganes plagados de mensajes fraternales, la realidad en el día a día del colectivo migrante es bien distinta. Por un lado, el supuesto gobierno más progresista de la historia del Estado toma el camino de la palabrería frente a los hechos concretos; así que mientras sostiene un falso discurso de solidaridad, sigue aplicando políticas restrictivas en sus fronteras, persiguiendo y hostigando a través de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a aquellas personas que necesitan entrar en la península. Por otro lado, el Gobierno Vasco afirma tener una posición de acogida y habla de dotar de presupuesto a las ONG que atienden a estas personas una vez que llegan o que andan en tránsito. Medidas que bien saben que son totalmente insuficientes, ya que a la postre la gente sigue pernoctando en la calle y bajo puentes o cajeros. Tampoco existen infraestructuras como casas de acogida donde pueda darse un servicio de asistencia, incluso faltan cosas básicas como comida o ropa.
Y como no podía ser de otra forma, en situaciones de inestabilidad social y de crisis económica, la carroñera extrema derecha aparece envuelta de un populismo barato y de un discurso cargado de odio y xenofobia, buscando generar conflicto entre las clases populares autóctonas y el colectivo migrante recién llegado. Así que a través de un patriotismo barato y mezquino la ultraderecha aprovecha cualquier resquicio coyuntural para lograr permear algunas de sus tesis entre los más desesperados. De ese modo consigue que ambos actores terminen por verse envueltos en una superflua pelea del último contra el penúltimo, donde en definitiva se pierde la verdadera causa de lucha de la clase subalterna, ya sea nativa o extranjera.
Una extrema derecha que en tiempos de crisis económica, donde pueden llegar a darse ciertos cuestionamientos por parte de una sociedad asfixiada hacia el sistema capitalista, aparece como mercenaria en la misión de salvaguardar los derechos de las élites y del gran capital. Unas élites económicas y un capitalismo que son totalmente conocedores de la imperante necesidad de la llegada de extranjeros como mano de obra para que su incansable máquina de hacer dinero siga funcionando. Pero al mismo tiempo, también saben que una migración sin papeles es una migración asustada, en definitiva, es una migración sin derechos, es decir, mucho más sencilla de manipular, de someter y de explotar. De ahí que busque restringir y endurecer las políticas migratorias, conociendo que el flujo de personas es imparable, pero logrando una posición de dominación prácticamente total a la llegada de estas personas, ahora tildadas de ilegales.
Mierda de sociedad, aquella que tacha de ilegal a un ser humano, pues lo único que debiera ser calificado como ilegal en una sociedad con un mínimo de dignidad debiera ser el que un sistema no permita la libre circulación de cualquier persona por cualquier parte del mundo. El problema es que muchas de esas fronteras políticas, líneas ficticias e imaginarias, acaban siendo muy palpables y reales, y terminan anclándose en las mentes de la gente en forma de prejuicios de todo tipo. De ahí que, hoy en día, sea más necesario que nunca superar la concepción clásica de la composición territorial en forma de estados y países para dar paso a nuevos modelos territoriales en los que las confederaciones solidarias de los pueblos libres e iguales derriben definitivamente la lacra de las vallas, los controles y las concertinas.
Iosu del Moral es miembro del Consejo Asesor de viento sur y militante de Antikapitalistak Euskal Herria

De Ginebra a Glasgow, sin novedad en las cumbres que deberían cambiarlo todo

Sigue siendo imprescindible que se instauren normas internacionales de carácter vinculante para plantear fuertes exigencias al gran capital más allá de dónde sitúe su domicilio fiscal.

(Tomado de El Salto)
Pedro Ramiro
Juan Hernández Zubizarreta

30 OCT 2021 06:09

Llega el otoño y con él las grandes cumbres internacionales. Llamamientos de los Estados centrales a la acción que no se traducen en acciones. Declaraciones de las asociaciones empresariales a favor de un cambio de rumbo que refuerzan el business as usual. Participación de la sociedad civil en unas negociaciones que formalizan las relaciones de poder asimétricas. Obstáculos burocrático-jurídicos que dilatan las resoluciones hasta eternizarlas. Acuerdos vinculantes que no incluyen órganos ni sanciones ni comprometen a casi nada. Una cumbre decisiva detrás de otra para, año tras año, ver cómo se aleja la posibilidad de instaurar reglas efectivas para controlar a los grandes poderes económico-financieros. Si es la última semana de octubre, bienvenidos a Ginebra. Si estamos en los primeros días de noviembre, nos vemos en Glasgow.

Durante esta semana, en la sede de la ONU en Suiza, ha tenido lugar la séptima reunión del grupo de trabajo intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos. En las dos próximas, se celebra en la mayor ciudad de Escocia la vigesimosexta edición de la conferencia de Naciones Unidas sobre cambio climático (COP26). En el primer encuentro, ciertamente alejado del foco mediático y cada vez más adelgazado de contenido, sigue su curso el proceso para elaborar un instrumento internacional jurídicamente vinculante que (no) obligue a las empresas a respetar los derechos humanos. En el segundo, con todo el aparataje mediático-institucional encima, se debaten las medidas a (no) tomar para responder a la emergencia climática. Ginebra está conectada con Glasgow de la misma forma que se conectan los derechos humanos y la biodiversidad, la sociedad y la naturaleza, la acumulación de capital y la trama de la vida.

La profundización de las desigualdades sociales, la agudización de los conflictos ecológicos y las violaciones de los derechos humanos, más allá de presentarse como consecuencias de las “malas prácticas” político-empresariales, se localizan en el núcleo de los mecanismos de extracción de riqueza por parte de las grandes corporaciones. De ahí que una normativa mundial que obligara a las trasnacionales a responder por sus abusos sobre los derechos humanos iría ligada, ineludiblemente, a la remisión de sus impactos socioecológicos. Pero Ginebra y Glasgow, como antes Copenhague y París, se relacionan efectivamente en el sentido inverso: mientras se continúa con el blindaje de los “derechos” de las grandes empresas y fondos de inversión, ¿dónde quedan sus obligaciones socioambientales?

El gobierno estadounidense, que siempre se ha opuesto a un tratado internacional para controlar a las transnacionales, ha decidido ahora participar en el proceso

En los últimos años, las cumbres de Naciones Unidas sobre cambio climático han sido el espejo en el que se han mirado las cumbres sobre empresas y derechos humanos. Con la firma del “histórico” acuerdo de París, en 2015 se dio carpetazo a dos décadas de “responsabilidad social” y pactos voluntarios para inaugurar la era de los compromisos vinculantes… vaciados de contenido. Y el proceso de elaboración de un tratado sobre las multinacionales en la ONU, que podría contribuir a llenar el hueco flagrante que existe en el derecho internacional en relación con las obligaciones extraterritoriales de las grandes compañías, va por el mismo camino.

Minuto y resultado en Ginebra

El seguimiento de las negociaciones entre los países para acordar el texto del instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas y derechos humanos se ha vuelto cada vez más desesperante. El proceso empezó con brío en 2014, con el liderazgo de Ecuador y una correlación de fuerzas social y política bien diferente a la actual, y a pesar de la oposición de Estados Unidos y la Unión Europea, el Consejo de Derechos Humanos aprobó una importante resolución para el control de las transnacionales. Durante los tres años siguientes se fueron recogiendo testimonios, propuestas y argumentaciones, con las intervenciones de los países pero también de las organizaciones sociales y defensoras de los derechos humanos, con el fin de dotar de contenido al futuro tratado. En 2018 se presentó el borrador inicial del texto, que se fue suavizando progresivamente en las siguientes versiones hasta llegar a la cita actual, donde ya se ha pasado a la negociación del articulado final entre los Estados. Cada año que pasa el proceso se vuelve más complicado y no deja de encallar en cuestiones técnico-procedimentales, convirtiéndose en la práctica en un asunto reservado para especialistas.

La directiva europea sobre diligencia debida no se vincula con el cumplimiento del derecho internacional de los derechos humanos, sino que se fundamenta en la elaboración, revisión y actualización de los planes de riesgos elaborados por las propias corporaciones

La gran novedad, esta vez, ha sido la entrada por la puerta grande de Estados Unidos. El gobierno estadounidense, que siempre se ha opuesto a un tratado internacional para controlar a las transnacionales, ha decidido ahora participar en el proceso. Y lo ha hecho para tratar de reventarlo: ni Obama ni Trump —bajo sus presidencias, EE UU se puso de perfil en Ginebra—, ha sido la administración Biden la que ha maniobrado para promover un procedimiento alternativo que haga descarrilar definitivamente la posibilidad de establecer reglas efectivas para las grandes corporaciones. Manifestando su inquietud por el rumbo del proceso, la representante de EE UU en la ONU ha lamentado que “no se hubieran tenido en cuenta las opiniones discrepantes en todo este tiempo”. Y como “una forma de avanzar hacia adelante basada en el consenso”, adelantó que “no vamos a negociar el texto renglón por renglón porque nos oponemos a todo el enfoque, haremos aportaciones generales y pediremos un acuerdo alternativo”.

En esta coyuntura la Unión Europea, que también votó en contra del tratado en 2014 pero luego sí fue interviniendo en el proceso —primero para tratar de bloquearlo y después para descafeinarlo—, reaparece como el poli bueno de la “globalización responsable”. No en vano, la Comisión Europea está ultimando la publicación de una directiva sobre diligencia debida de las empresas en relación con los derechos humanos y el medio ambiente, una norma que otorga carta de naturaleza a la unilateralidad empresarial. Y es que la directiva europea sobre diligencia debida no se vincula con el cumplimiento del derecho internacional de los derechos humanos, sino que se fundamenta en la elaboración, revisión y actualización de los planes de riesgos elaborados por las propias corporaciones. Con esta normativa, cuyo contenido respecto a la resolución del Parlamento Europeo aprobada el pasado marzo está siendo rebajado por la presión de las asociaciones empresariales, solo podrá exigirse jurídicamente a las compañías que cumplan con sus propios procedimientos. En lugar de aumentar las inspecciones y controles públicos, continúa la lógica de las auditorías privadas.

Los Estados centrales han tenido una función esencial a la hora de reforzar la arquitectura jurídica global que protege los negocios de la clase político-empresarial

La posición del gobierno estadounidense desplaza el marco del debate hacia la derecha y hace aparecer la diligencia debida, abanderada por la UE, como un comodín que opera como “mal menor”. Varios países, de hecho, han intervenido a lo largo de esta semana para oponerse a la propuesta estadounidense y ensalzar la iniciativa europea. Por un lado, Estados Unidos tapona el tratado en aras del consenso; por otro, la Unión Europea presiona en favor de la diligencia debida y apuesta por un tratado light. A Microsoft, Unilever y Nestlé también les parece oportuno que se impulse esta regulación basada en la diligencia debida. No es extraño, porque con este concepto basado en el soft law se consigue atrancar la vía del tratado y, a la vez, se tiñen las futuras propuestas normativas nacionales e internacionales de la línea pro-business. La directiva europea, que contó con el apoyo de la mayoría de europarlamentarios y ONG en su primera versión y aún está por ver quiénes la apoyarán en su texto definitivo, marca tendencia.

El proceso que estamos viviendo recuerda mucho al de las décadas pasadas. Cómo se fueron enterrando, una y otra vez, las diferentes posibilidades que hubo de avanzar en normas sobre las responsabilidades de las empresas transnacionales en la esfera de los derechos humanos. Cómo estas fueron sustituidas por los códigos de conducta, los acuerdos voluntarios, la filantropía y la “responsabilidad social”, con una mezcla de argumentos técnicos y políticos y la complicidad de algunas ONG. Y sin obviar el apoyo de los Estados centrales, que han tenido una función esencial a la hora de reforzar la arquitectura jurídica global que protege los negocios de la clase político-empresarial, conformando una gran alianza público-privada liderada por el Estado-empresa.

Involución normativa en la ONU

Hace casi cincuenta años de la creación en Naciones Unidas de la Comisión y el Centro de Empresas Transnacionales, que nacieron para sentar las bases de un código ad hoc que regulara de forma vinculante las actividades de las multinacionales. Eran los tiempos en que todo el mundo hablaba del “nuevo orden mundial”, con un sentido muy distinto al que le dan los fans de la conspiranoia: la Asamblea General de la ONU aprobó en 1974 la Declaración sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional, que establecía como uno de sus principios fundamentales “la reglamentación y supervisión de las actividades de las empresas transnacionales mediante la adopción de medidas en beneficio de la economía nacional de los países donde esas empresas realizan sus actividades, sobre la base de la plena soberanía de esos países”.

Hoy, las empresas más contaminantes del planeta patrocinan las cumbres sobre cambio climático

La presión de las transnacionales para evitar que Naciones Unidas aprobara un código de regulación externo reenvió el debate tanto a la OCDE, que publicó en 1976 sus Líneas directrices para empresas multinacionales, como a la OIT, que lanzó en 1977 la Declaración tripartita de principios sobre las empresas multinacionales y la política social; ambas, enmarcadas en la filosofía de la voluntariedad. Como en la Asamblea General de la ONU las tesis favorables a la obligatoriedad eran mayoría, el debate sobre la posibilidad de instaurar normas vinculantes para las transnacionales fue redirigido a otras instituciones internacionales para, acto seguido, ser desactivado.

Con el auge de los gobiernos y las políticas neoliberales, en las décadas de los ochenta y noventa, mientras iba tomando cada vez más entidad la presión social frente a las violaciones de derechos humanos cometidas por las grandes marcas comerciales, la ONU pasó a asumir una lógica no intervencionista en las relaciones económicas y políticas. Y los códigos de conducta, máxima expresión de la autorregulación empresarial, emergieron como el futuro (pseudo)normativo de esta institución. En eso tuvieron mucho que ver las empresas transnacionales, que desde entonces “comenzaron a prestar mucha atención a Naciones Unidas y al cada vez mayor número de conferencias internacionales que muchas de sus agencias venían organizando sobre temas clave, como los alimentos y el hambre, la ciencia y la tecnología, el agua, el hábitat, el trabajo y otros”, como recuerda Susan George. Así fueron colonizando el discurso y la práctica de los organismos multilaterales. Hoy, las empresas más contaminantes del planeta patrocinan las cumbres sobre cambio climático.

A mitad de los noventa se suprimieron los órganos que habían sido creados dos décadas antes con el propósito de controlar a las multinacionales. En realidad fueron convertidos en otras instancias, perdiendo por completo su sentido inicial: de servir como instrumentos para la vigilancia y el seguimiento de las actividades de las grandes corporaciones pasaron, por decisión de la propia ONU —a la presión de los lobbies se le sumó el cambio en la correlación de fuerzas a nivel internacional, con el debilitamiento del movimiento de países no alineados y el declive de la Unión Soviética—, a ocuparse de la “contribución de las transnacionales al crecimiento y al desarrollo”. Y el proyecto para aprobar un código vinculante a nivel internacional fue fulminado.

Esta involución de Naciones Unidas fue culminada por quien fuera su secretario general durante diez años, entre 1997 y 2006. Kofi Annan tomó partido por las transnacionales desde el principio de su mandato: “La capacidad empresarial y la privatización como medios de promover el crecimiento económico y el desarrollo sostenible”, se titulaba el informe que presentó 1998 a la Asamblea General. Con todos estos elementos, sumados a la fragilidad normativa de los derechos humanos y al contexto de fuerte crisis económica de las distintas agencias y órganos de la ONU, se inició la etapa de consolidación del poder corporativo en las instancias internacionales y organismos multilaterales que llega hasta nuestros días. La lógica de re-regulación neoliberal —desregular los derechos sociales, laborales y ambientales a la vez que se blindan los “derechos” y contratos de las grandes empresas— se formalizó en la constitución del Global Compact: “Poner restricciones a las inversiones y al comercio no son medidas adecuadas”, concluyó Annan al lanzar esta iniciativa en Davos en 1999.

Esta idea genérica de “respetar los derechos humanos” se articula en base a toda una sofisticación jurídica que devalúa la verdadera dimensión de lo que debería ser el respeto de los derechos humanos

El Global Compact (Pacto Mundial) se presentó el año siguiente en la sede de la ONU en Nueva York, con la participación de 44 transnacionales entre las que estaban BP, Nike, Shell y Novartis. También estuvieron algunas grandes organizaciones no gubernamentales y sindicales, que justificaron su presencia al considerarlo como un “primer paso” hacia la regulación de las prácticas empresariales. Pero el caso es que, desde entonces hasta la actualidad, ni esta ni ninguna otra iniciativa de carácter voluntario han servido para neutralizar, ni tan siquiera en parte, la fortaleza de la lex mercatoria. En realidad, tampoco lo pretendían: su objetivo central era contribuir a la paralización de cualquier normativa internacional vinculante, convirtiéndose en la única “alternativa” válida en un mundo sometido a las tesis neoliberales y al poder corporativo.

En 2005, el secretario general de Naciones Unidas nombró como representante especial para estudiar la cuestión de las empresas transnacionales a John Ruggie, que antes había sido su asesor en el Global Compact. El mandato del representante especial concluyó en 2011 con la publicación del informe en el que abogaba por poner en práctica el marco “proteger, respetar y remediar”. Estos Principios rectores sobre empresas y derechos humanos promovidos por Ruggie —que, tras dejar su cargo en la ONU, pasó a ejercer como consultor para la minera Barrick Gold— fueron aprobados ese mismo año por el Consejo de Derechos Humanos; el informe final de la secretaría general, publicado en 2012, asumía que de ellos “no se deriva ninguna nueva obligación jurídica”.

El legado de Ruggie, fallecido hace unas semanas cuando se cumplen diez años de sus Principios Rectores, ha sido reivindicado por la Unión Europea estos días en Ginebra. Su principal herencia conceptual es la diligencia debida, una noción que tiene en las prácticas unilaterales el único referente para las obligaciones de las empresas transnacionales. Esta idea genérica de “respetar los derechos humanos”, sin tener en cuenta las cuestiones relativas a la responsabilidad legal y el cumplimiento de las regulaciones internacionales por parte de las grandes empresas en tanto que personas jurídicas, se articula en base a toda una sofisticación jurídica que devalúa la verdadera dimensión de lo que debería ser el respeto de los derechos humanos. Que es básicamente a donde se está redirigiendo el texto del futuro tratado, si es que este finalmente echa a andar.

Consenso vs. confrontación

La alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, Michelle Bachelet, inauguró la semana en Ginebra afirmando que existe un “creciente consenso sobre la necesidad de una normativa vinculante sobre empresas y derechos humanos”. Pero eso, recordando cómo en la Cumbre del Clima de 2015 se celebró por todo lo alto un acuerdo vinculante que apenas comprometía a los países a presentar planes nacionales a cinco años vista y no establecía compromisos concretos de reducción de emisiones ni formalizaba un calendario para hacerlo efectivo, tampoco quiere decir ya demasiado. Si por vinculante no se entiende la asunción de un compromiso real para invertir la pirámide normativa que privilegia los negocios empresariales por encima de los derechos humanos, solo será otro acuerdo “histórico” a mayor gloria del marketing político. En estas condiciones, mejor un no-acuerdo que un mal acuerdo.

En un contexto en que el capitalismo acentúa su ofensiva sobre todo lo que sea susceptible de ser privatizado y mercantilizado, toda vez que el sistema de Naciones Unidas ha sido capturado por el poder corporativo, ¿es el consenso un valor?

La exigencia de consenso, al mismo tiempo, no es sino una forma de impedir cualquier posible regulación en favor de las mayorías sociales. Estados Unidos se agarra al consenso para liquidar el tratado; la Unión Europea utiliza la misma idea para impulsar una suerte de Principios Rectores plus. De la misma manera que la CEOE pide consenso a la hora de modificar la legislación laboral cuando para aprobarla no se tuvo en cuenta la opinión de los sindicatos, EE UU exige consenso en la regulación internacional sobre transnacionales cuando se ha dedicado sistemáticamente a bloquearla. Solamente en aquellos momentos históricos en que ha habido una alianza entre Estados periféricos, como ocurrió en los años setenta o en 2014 con el grupo de países liderado por Ecuador —que con su deriva neoliberal, en estos momentos, ha pasado de impulsar el proceso a obstaculizarlo—, ha sido posible romper este bloqueo en las instituciones internacionales.

Las relaciones asimétricas de poder son muy contradictorias con las prácticas de consenso. En un contexto en que el capitalismo acentúa su ofensiva sobre todo lo que sea susceptible de ser privatizado y mercantilizado, toda vez que el sistema de Naciones Unidas ha sido capturado por el poder corporativo, ¿es el consenso un valor? El consenso sustentado sobre los intereses de los países ricos y las grandes compañías se llama imposición. Y la posibilidad de avanzar en un tratado internacional para el control de las empresas transnacionales, mientras no se dé la acumulación de fuerzas suficiente para obligarles a ello, no entra en el consenso de los poderosos. 

No es aventurado decir que, presumiblemente, el proceso del tratado internacional o el de la directiva europea —tampoco parece que en Glasgow vaya a cambiar gran cosa— van a ser resueltos en favor del capital transnacional. Frente a ello, toca seguir denunciando los impactos de las grandes empresas sobre las comunidades y territorios, continuar defendiendo las propuestas presentadas por cientos de organizaciones sociales durante todos estos años y demandar instrumentos jurídicos internacionales que trasciendan al Estado-nación. Lo dijo Tchenna Masso, de la Vía Campesina y la Campaña Global para Desmantelar el Poder Corporativo, en la sesión de apertura de la reunión de Ginebra: “Permítanme recordarles el problema básico que nos reúne aquí. En el centro de la cuestión está el hecho de que, aunque las violaciones de los derechos humanos cometidas por las empresas transnacionales a través de sus cadenas son evidentes, los Estados suelen ser incapaces de castigar a los culpables o de reparar a las víctimas”. Y así es: sigue siendo imprescindible que se instauren normas internacionales de carácter vinculante para plantear fuertes exigencias al gran capital más allá de dónde sitúe su domicilio fiscal.

No obstante, la disputa de los espacios internacionales también puede tejerse a través del fortalecimiento de las redes contrahegemónicas, huelgas globales o acciones transnacionales. Y con propuestas organizativas como un centro internacional de carácter popular sobre empresas y derechos humanos. Al mismo tiempo, aquí y ahora, si existen algunas posibilidades de impulsar nuevos marcos regulatorios para el control efectivo de las empresas transnacionales, desde el terreno de lo institucional, pasan por incidir en las instancias locales y nacionales. Lejos del consenso mainstream, apostando por la radicalidad y la confrontación democrática.

El Centro catalán sobre empresas y derechos humanos, respaldado por numerosas organizaciones sociales y cuya puesta en marcha se está tramitando actualmente en el Parlament de Catalunya, o el Centro vasco sobre empresas transnacionales, presentado recientemente con una fuerte componente sindical, aparecen como dos referentes fundamentales en el ámbito estatal a la hora de coordinar esfuerzos en la lucha contra el poder corporativo. Y pueden servir de ejemplo, en el caso del Estado español, para que pueda avanzarse en la elaboración de un marco normativo que establezca obligaciones concretas, genere mecanismos efectivos para la evaluación y prevea sanciones, con el objetivo de garantizar el respeto de los derechos humanos que puedan verse afectados por las actividades empresariales transnacionales. Más allá del recorrido parlamentario que puedan tener estas iniciativas, que aún está por definirse, lo importante es que representan la voluntad política de construir alianzas en una lógica público-social, que otorgue peso específico y capacidad de decisión a la ciudadanía organizada ante la ofensiva capitalista sobre nuestras vidas.

 

BALANCE DE UN GOBIERNO “PROGRESISTA”

Entre las cuestiones positivas del programa de gobierno está la derogación de algunos puntos clave de las reformas laborales recientes. Habría que ser más ambiciosos porque volver a un marco laboral como el que ya ajustó Zapatero dista mucho de unas condiciones laborales dignas, estables y, ni que decir tiene, democráticas. Los puntos que Yolanda Díaz quiere retirar de la reforma de Rajoy son los más importantes, porque desde el 2012 se ha pulverizado la cobertura de la negociación colectiva, dejando casi a la mitad de la clase trabajadora sin derechos vía esta fuente.
En esta lucha vamos a coincidir. Y sería el primero en aplaudir que esos puntos se retirasen -sin dejar de decir que sería aún insuficiente, pero reconociendo que algunas piedras en el camino se habrían quitado-.
Ahora bien, el problema es que las conquistas no se van a arreglar en un gobierno estando en minoría, con un socio mayoritario que es un tapón para cualquier reforma a favor de los trabajadores, y sin activar fuertes luchas sociales y obreras, que pasan por paralizar la producción para tener capacidad de negociación o victoria.
Mientras tanto el balance del gobierno es pobre.
Hay aspectos en materia de libertades civiles que están en su haber. Y que se saludan. También la vacunación por lo público, aunque con patentes privadas…
Hay aspectos compasivos, como el IMV, muy insuficientes, que apenas han cubierto poco más del 30% de lo necesario.
Las soluciones como los ERTEs, han supuesto evitar destrucción de empleo pero también un coste público enorme para cubrir los costes laborales de las empresas. Hemos socializado sus costes, una vez más.
No hay una reforma fiscal progresiva digna de tal nombre que cubra la brecha de la deuda, tampoco para redistribuir.
Los fondos europeos, de una cuantía pequeña para la reactivación, y una ejecución muy parcial y tardía, mancomunan deuda, pero lo hacen de manera condicionada a la devolución de la misma, y desviarán los fondos para financiar inversiones privadas en actividades de dudosa utilidad y cuestionable sostenibilidad ecológica. La digitalización a gran escala exigirá materiales a gran escala que no habrá; el coche eléctrico o el hidrógeno, son insostenibles, porque recurren a un mix energético basado en fósiles o requieren de un litio con límites de disponibilidad, por ejemplo.
Las inversiones privadas irán al ritmo de las expectativas de negocio, es decir, muy dosificada y selectivamente. La transición ecológica no va a poder hacerse con criterios de negocio, tengámoslo en cuenta.
Si los presupuestos son expansivos son por las cuentas que se hacen con los fondos Next Generation. Pero pronto retornará el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y habrá que devolver las deudas.
La economía capitalista no revitaliza sin aumento de la tasa de rentabilidad, y eso no sucede si no aumenta la tasa de explotación. Ese es el plan de las clases dominantes, no lo olvidemos. Si no es por las buenas, por las malas, que para eso está el PP y Vox.
Hay grandilocuencia en cualquier modificación, pero una absoluta falta de contexto y puesta en relación con la envergadura de los problemas reales, y el papel que desempeñan los cambios.
Unidas Podemos se sostiene en el gobierno para mantener su propia burocracia, porque, aunque su deseo sea el cambio, el camino escogido les atrapa en la impotencia. Por debajo, su miedo a abandonar el gobierno es más fuerte que su deseo de transformación. Da la sensación que les vale con aparentar que hacen algo.
El PSOE no tiene siquiera a un Corbyn al frente, sino a un Sánchez que abraza al viejo felipismo.
Y, con esto, vamos a tener una reforma de las pensiones lesiva para los y las trabajadoras en términos netos, tenemos un SMI que retrocede en términos reales -evoluciona por debajo de la inflación-, y, además, se nos dice que no se puede hacer otra cosa. ¿De verdad?
No nos engañemos. La reforma laboral, si la hay, será cosmética, como tantas cosas que ha traído este gobierno. O será, una vez más, otra promesa incumplida.
Los derechos no nos los van a regalar, y el PSOE, garante del régimen, menos. Salvo que haya una fuerte lucha obrera y social dirigida por los y las trabajadoras. Pero para eso hay que ponerse en clave de querer organizarla. Y levantar un proyecto de cambio digno de tal nombre.