Ante las amenazas imperialistas de EEUU contra Venezuela

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Declaración de Anticapitalistas ante las amenazas imperialistas de EEUU contra Venezuela

¡Yanquis fuera de Venezuela!
¡Abajo la guerra imperialista!
¡Solidaridad con el pueblo trabajador venezolano!

Si el fascismo es la dictadura capitalista en los países desarrollados, el imperialismo es la dictadura capitalista en los países dependientes. La situación internacional no hace más que actualizar esta afirmación.

Vuelta al “patio trasero”

Las acciones violentas en el Caribe y las amenazas de intervención militar contra Venezuela siguen una larga tradición de intervencionismo militar y golpista en América Latina desde la formulación de la doctrina Monroe, “América para los (norte)americanos”, en 1823. Lo que se presentó como una defensa frente al colonialismo europeo terminó convirtiéndose en la justificación ideológica del intervencionismo estadounidense en la región. Desde entonces, cada intento de soberanía ha enfrentado la sombra de Washington, que ha mutado sus tácticas según la época: de invasiones militares y dictaduras a sanciones económicas, campañas mediáticas y golpes institucionales mediante el famoso lawfare, entendido como “golpe blando” para encarcelar a presidentes, desde Zelaya hasta Lula, pasando por Cristina Kirchner.

Obsesión antichavista de EE. UU

Desde la llegada de Hugo Chávez al poder en febrero de 1999, como conclusión de la masiva repolitización vivida tras el Caracazo de 1989 —una potente revuelta popular reprimida a sangre y fuego contra un paquete de medidas neoliberales impuesto por el gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien, al igual que el dictador tunecino Ben Alí (derrocado por una revolución popular en enero de 2011), era ilustre miembro de la “Internacional Socialista”, que actualmente preside el presidente español—, Estados Unidos está obsesionado con volver a controlar al gobierno, al territorio y al pueblo venezolano. ¿Por qué? Principalmente porque Venezuela posee una de las mayores reservas de petróleo del mundo, situadas casi literalmente a la vuelta de la esquina. Pero quizá también porque Chávez volvió a hablar de socialismo, reivindicó al Che Guevara, mostró solidaridad con Cuba, tejió lazos con los gobiernos progresistas de la década pasada para decir no al ALCA, reavivando en los pueblos latinoamericanos la esperanza de que era posible una política redistributiva y la resistencia a los dictados imperialistas tras la década perdida de los años noventa.

A partir de la muerte de Chávez, las presiones por derrocar al “chavismo” no cesaron. Entre las debilidades y la progresiva degeneración de un gobierno que no supo o no quiso continuar la senda iniciada por Chávez y la derrota de los procesos progresistas en la región, la Casa Blanca sabe que éste es un momento ideal para acabar de enterrar los sueños revolucionarios.

En su primer mandato, Trump ya apoyó el intento de golpe de Estado de un diputado fascista como Guaidó en 2019 (que fracasó, entre otras razones, porque fue elegido a dedo por Trump sin contar con el apoyo de las oligarquías locales, a pesar del respaldo de la “democrática” Unión Europea al golpe). Al año siguiente, intentó un nuevo golpe desde Colombia: la llamada Operación Gedeón, que iban a perpetrar grupos paramilitares.

A la desastrosa situación económica y social que atraviesa el pueblo venezolano se sumó un innegable marco represivo y enormes sospechas de fraude en las elecciones presidenciales de julio pasado. Esto permitió que la presión interna y el andamiaje mediático internacional generaran un fuerte repudio hacia la figura de Maduro, a quien insistentemente llaman dictador (mientras Trump se proclama “rey” de Estados Unidos sin levantar ampollas en la “comunidad internacional”), con el único fin de derrocar a su gobierno. No casualmente se ha premiado con el Nobel de la Paz a María Corina Machado, máxima figura actual de la oposición venezolana, quien fue una de las instigadoras del golpe de Estado contra Hugo Chávez (con participación de los servicios secretos españoles en la segunda legislatura de Aznar, por cierto), derrotado por una impresionante resistencia popular en 2002. Como todo eso no parecía suficiente para el gobierno estadounidense, ahora juega la carta de la lucha contra el narcotráfico, herramienta que durante décadas le ha permitido controlar las políticas de Colombia, por ejemplo.

El Gobierno estadounidense afirmó que su par venezolano controlaba el Tren de Aragua, una banda criminal que supuestamente estaba “invadiendo” Estados Unidos. De seguir esa lógica hasta sus últimas consecuencias, Estados Unidos estaría en estado de guerra con Venezuela.

Además de utilizar al ejército para transformar la fallida “guerra contra las drogas” en una guerra lisa y llana, la Casa Blanca ha aumentado las tensiones con Venezuela hasta plantear un ultimátum a Maduro —que éste rechazó— para que abandonara el país a cambio de inmunidad para él y su familia en una llamada telefónica reciente, tal como revelaron algunos medios. Durante el primer mandato de Trump, su administración presentó una acusación profundamente sospechosa contra Nicolás Maduro por narcotráfico. En agosto pasado, Trump aumentó a 50 millones de dólares la recompensa por información que condujera a su detención: el doble de lo ofrecido en su momento por Osama bin Laden.

El Gobierno de Trump sigue incrementando la presión sobre Venezuela y ha aumentado la actividad militar estadounidense en todo el Caribe. Ha desplegado más de 15.000 soldados en la región y ha llevado a cabo ataques aéreos contra más de 20 embarcaciones, en los que murieron al menos 83 personas. La Casa Blanca ha justificado estas operaciones afirmando, sin aportar pruebas, que perseguían a narcotraficantes. El 24 de noviembre, el Gobierno de Trump designó como organización terrorista extranjera a una presunta agrupación integrada por militares venezolanos conocida como “Cártel de los Soles”, alegando que su líder es el presidente Nicolás Maduro. No se trata de una organización real, sino de un apelativo utilizado durante años (incluso antes de la llegada de Chávez al poder) para referirse a militares supuestamente vinculados al narcotráfico. Ciertamente, en Venezuela, como en la mayoría de los países, existen policías y militares corruptos, pero no cabe duda de que el llamado “Cártel de los Soles” no es una organización real.

Si en el siglo XX la intervención imperialista en América Latina se justificó en nombre de la “amenaza comunista”, ahora la consigna es la “lucha contra el narcotráfico”: el mismo discurso promovido por la derecha y la extrema derecha latinoamericana mediante un populismo punitivo que, a través del miedo, impulsa el encarcelamiento masivo de la juventud pobre, como se ha visto en El Salvador y Ecuador, y legitima masacres policiales como las de las favelas de Río de Janeiro. Bajo esta justificación, la extrema derecha se fortalece y el imperialismo intenta establecerse de nuevo en América Latina, fabricando pruebas y contextos que justifiquen una intervención extranjera.

El Gobierno de Maduro no tiene nada que ver con el proyecto de una democracia socialista. Ha aplicado planes de ajuste neoliberal que han empobrecido a las clases populares, reprimido a sectores clave del movimiento obrero, ilegalizado al Partido Comunista Venezolano y a sectores de la izquierda anticapitalista, y buscado recomponer relaciones con fracciones de la derecha oligárquica del país. Sin embargo, independientemente de las críticas al gobierno, hay que oponerse activamente y sin matices a cualquier injerencia imperialista, practicando la solidaridad internacionalista con un país amenazado por la principal potencia global, dirigida por un gobierno ultraderechista. Una intervención militar en Venezuela sería una catástrofe para toda la región y una victoria del imperialismo y la extrema derecha en América Latina y el mundo.

Esto va más allá de Venezuela

Asistimos a un aumento de las tensiones interimperialistas desde 2008. Para ilustrarlo, enumeremos algunas acciones del imperialismo durante los últimos años: las intervenciones en Libia y Siria, y la llegada de dictaduras atroces como la de Al Sisi en Egipto), la provincialización del Sáhara por Marruecos —sancionada por la primera Administración Trump y hoy respaldada por la UE, el Gobierno Sánchez y la ONU con la complicidad de Rusia y China—, el control del Sahel en un nuevo reparto extractivista de África, el expansionismo de la OTAN hacia el este de Europa y la guerra abierta inter-imperialista en Ucrania provocada por la invasión del régimen putinista, el giro militarista de la UE bajo la consigna reciclada de la Guerra Fría (“¡que vienen los rusos!”), y, por último, el genocidio sionista en el gueto de Gaza y la ofensiva paralela por un Gran Israel en Oriente Medio, con apoyo logístico y militar de Estados Unidos y Reino Unido, y la complicidad del resto de potencias globales. Ahora, la Administración Trump quiere recentrar su acción en su “patio trasero” y reactivar la doctrina Monroe: “América para los americanos”.

Si bien es difícil prever las acciones de Trump, caracterizado por su inestabilidad psicológica e imprevisibilidad política, la situación recuerda a la última intervención militar directa estadounidense en la región: la invasión de Panamá en 1989 para deponer a Noriega con el pretexto del narcotráfico. Esa invasión, con matanzas atroces en los barrios populares perpetradas por los marines, confirmó la célebre frase de Kissinger: “Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser su amigo es letal”. Noriega, en sus tiempos de obediente agente de la CIA, participó en el entramado del narcotráfico organizado por Estados Unidos desde Colombia (que hoy se ha desplazado al norte de México con resultados conocidos) para financiar las guerras contrainsurgentes de los años ochenta, que dejaron un reguero de Estados fallidos, la barbarie actual en la región y el drama de la emigración masiva hacia el norte. La historia de Noriega, Sadam Hussein y otros antiguos aliados caídos en desgracia es bien conocida.

También es inquietante comprobar que la escalada contra Venezuela está entrelazada con la interferencia trumpista en Argentina (apoyo financiero a Milei mientras hundía a miles de funcionarios estadounidenses en la miseria durante dos meses), Brasil (amenazas arancelarias y políticas por el encarcelamiento de Bolsonaro), Colombia, México, así como con el respaldo a la dictadura de Bukele y a las medidas represivas y militarizadas contra la rebelión juvenil en Perú y Ecuador. A ello se suma la interferencia directa en las recientes elecciones de Honduras en apoyo al candidato más ultraderechista.

Por consiguiente, la amenaza de invasión y de cambio de régimen en Venezuela debe entenderse como parte de un intento de fortalecer el imperialismo estadounidense y también como preludio para atacar al enemigo público número uno de Washington en la región: lo que queda de la Revolución Cubana, que, a pesar de sus errores, deformaciones burocráticas y persecución de la disidencia —también la de izquierdas—, sigue siendo para Washington el nexo de todos los “males” de América y el blanco prioritario de acciones contrarrevolucionarias y terroristas.

Desde Anticapitalistas llamamos a la movilización unitaria más amplia posible contra los planes de intervención del imperialismo en Venezuela.

¡Yanquis fuera de Venezuela!
¡Abajo la guerra imperialista!
¡Solidaridad con el pueblo trabajador venezolano!

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