Al tratar de analizar la crisis de la covid-19 desde una perspectiva geopolítica, algunos de los interrogantes claves que se nos presentan son aquellos que tratan de discernir los movimientos que en esta coyuntura se están dando por parte de los diferentes actores y cuál será el escenario que se produzca tras dichas implicaciones.
Nada de esto debiera parecernos algo nuevo o cogernos por sorpresa, ya que la OMS, en los últimos años, había anunciado hasta en siete ocasiones el peligro de posibles pandemias a nivel global. Enfermedades como el virus del Ébola, el Zika, o las gripes porcina y aviar, hace tiempo ya que venían revelándose como una amenaza real. Algo muy ligado a las dinámicas de un sistema capitalista desenfrenado y a su modus operandi de explotación y destrucción de grandes ecosistemas, con los consecuentes desplazamientos masivos de población humana y de fauna salvaje, que sin duda son el germen perfecto para que una pandemia de este tipo se produzca.
Así que, como afirman algunos, de consecuencia indirecta nada, esta enfermedad es una injerencia directa del capitalismo, ahora bien, otra cosa es que como si de un hijo bastardo se tratase, éste lo haya provocado pero no lo reconozca. De ahí que sea primordial reflexionar acerca de cuál será la reordenación del escenario mundial en este nuevo tablero de juego y qué papel desempeñarán los distintos países y el propio capitalismo como sistema hegemónico.
De lo que no cabe duda es que los efectos están siendo mucho más globales que nunca, posiblemente bastante más de lo que lo fueran en la segunda gran guerra, por lo que habrá que luchar por una salida global y de carácter social, y no permitir como ya estamos viendo que los estados pongan en práctica el individualismo proteccionista del sálvese quien pueda.
Grandes potencias a las que un establishment les marca su hoja de ruta y que como remedio son peor que la propia enfermedad. Entidades a las que poco o nada les importa la gente y que no dudan un segundo en priorizar sus propios intereses económicos frente a la salud de las personas. Países que siguen obcecados en dar soluciones cerrando sus fronteras, esas líneas imaginarias que solo existen en sus mentes y que por supuesto el virus curiosamente logra cruzar con mucha mayor facilidad que con la que se le permite al propio ser humano. El tiempo sin duda será un factor determinante y que cuanto más se alargue esta situación, de mayor calado será su impacto. No es que esta crisis suponga per se un cambio, si no que más bien, al igual que ya sucediera con el 11S, sea un catalizador que haga que muchos de los acontecimientos que ya venían sucediéndose en los últimos años se cristalicen.
Acaecimientos que apuntan a un declive de los EEUU que como un excampeón noqueado y venido a menos, suelta en el ring golpes al aire sin sentido. El problema está en que muchas veces un luchador sonado puede suponer mayor peligro y que al igual que un jabalí herido quiera morir matando. Al otro lado un joven aspirante encarnado por la República de China que en poco más de medio siglo ha pasado de la revolución cultural de Mao Zedong, a aquello que se decía y que se sigue diciendo de una China dos sistemas, pero que en su praxis, no va más allá de una China, un partido, un sistema. Una única forma de hacer basada en la producción masiva a bajo coste, hiper contaminante y que de derechos laborales poco tiene de marxista.
Frente a ambos, la siempre omnisciente Rusia que cuando de crisis internacionales se trata, aguarda agazapada cual carroñero su momento, y una Unión Europea que ni está, ni se le espera, la cual continúa en su particular parálisis. Ante este panorama poco podrán hacer las gentes del cono sur más allá de surfear como puedan otra ola de miseria hasta que el tsunami abandone en la orilla sus restos.
Por un lado no olvidemos que los Estados Unidos, considerados hasta el momento como la primera potencia del mundo, tras el final de la guerra fría simbolizada con la caída del muro y el triunfo de las tesis de los Reagan y las Thatcher, habían podido gozar durante dos décadas de un liderazgo internacional prácticamente unilateral. Hegemonía que a partir de la crisis financiera del Lehman Brothers y compañía, sumada a la llegada del gigante chino que se confirmaba como una realidad competitiva a nivel macroeconómico y tecnológico, hacía tambalear dicha supremacía. Si además a esto le sumamos la inestabilidad política agudizada con la llegada de Trump y la animadversión que dicho personaje suscitaba a nivel internacional, por primera vez en mucho tiempo comenzaba a resquebrajarse el liderazgo en solitario del Imperio Yanqui. Eso sí, no descartemos tan rápido a los USA, ya que no debemos olvidar que EEUU sigue siendo la primera potencia tanto económica, como militar del mundo, además de que mantiene una preeminencia descomunal a nivel cultural dentro de la sociedad de consumo.
Por otro lado la llegada de China, que con un crecimiento económico sin parangón, le ha ido comiendo terreno a los estadounidenses, sobre todo a niveles macro cuando a economía nos referimos. Además, previo a la crisis, ya se mostraba como un claro competidor en el ámbito de las nuevas tecnologías, donde ya se estaba dando una gran disputa con la llegada del 5G a los mercados. Pero sobre todo, si en algo le ha ido ganando espacio, ha sido en la influencia internacional que ha logrado adquirir China en las últimas dos décadas, donde ha sido capaz de ocupar grandes áreas de influencia en lugares como Oriente Medio, Latinoamérica o África, tradicionalmente zonas de dominio estadounidense. Pero sobre todo a China, si algo le ha supuesto esta crisis sin ninguna duda, es que ha terminado de consolidar al país asiático como una alternativa real al poder de los Estados Unidos, quedando en el imaginario de una gran parte de la población mundial como el gran salvador a semejanza de lo que ya sucediera con los EEUU tras la Segunda Guerra Mundial.
Esta crisis dejará grabada en las retinas de muchísima gente la instantánea de unos Estados Unidos zozobrando en el más absoluto caos. Hospitales colapsados y un sistema sanitario totalmente desbordado, mientras muchos de sus dirigentes permitían que un Donald Trump, día sí y día también, hiciera el mayor de los ridículos con su retahíla de declaraciones más acordes a un demente que al presidente de la supuesta primera potencia mundial. Una sociedad entregada incondicionalmente a un individualismo producto de décadas de una apuesta ultra-liberal, donde lo público y lo colectivo carece de cualquier importancia, que ha terminado abarrotando las calles con multitud de negacionistas, que como auténticos yonkis del vil metal contemplaban con total parsimonia la muerte de miles de sus conciudadanos. Y como colofón a un proceso decadente, en las últimas fechas asistimos al asalto al capitolio por parte de una mezcolanza de ultraderechistas y supremacistas, en aquella que se autodenomina la democracia más consolidada del mundo.
Algo que ha contrastado con la fotografía que China ha proyectado fuera de sus fronteras, mostrándose como un país serio, capaz y preparado a todos los niveles, tanto en lo material como a nivel de personal cualificado, demostrando otra forma de afrontar una crisis de semejante magnitud. Desde el primer momento no hemos dejado de asistir a como centenares de convoyes llenos de productos sanitarios, médicos y científicos llegaban a multitud de rincones, sin duda algo que ha mejorado ostensiblemente la imagen que de China se tenía en el exterior. Más allá de segundas intenciones y de si se ha tratado de una ayuda a modo de softpower (poder blando), como ya lo hiciera Estados Unidos con el plan Marshall, la realidad es que China se ha encumbrado a nivel internacional como el actor principal de esta crisis.
Y en medio de ambos colosos aparece la Unión Europea, cada vez menos unión y cada vez más desdibujada y alejada de aquello que alguna vez pretendiera ser. Una UE que desde sus primeros pasos no tuviera mayor intención que la de fundamentarse en principios económicos lo cual deja ahora al descubierto todas aquellas carencias. Toda una batería de debilidades a la hora de abordar la crisis, reflejadas en la habitual desunión entre los estados del centro y norte frente a los del sur, dejando como guinda del pastel, en su particular crisis territorial, la firma definitiva del Brexit. Una Europa, que en palabras de la propia Merkel, hace tiempo ya que dejara de ser relevante en la escena internacional pasando a ser un actor secundario. De lo que no cabe duda es que habiendo sido durante décadas un aliado estratégico de los EEUU, en los últimos años comenzaba a mostrarse dubitativa oscilando entre su viejo amigo al otro lado del Atlántico y el creciente poder de los chinos, donde al parecer la crisis ha decantado definitivamente la balanza hacia oriente.
Más allá de cualquier otra consideración, quien no puede quedar fuera de ningún análisis geo-político es Rusia. Una Rusia que en manos de Putin es experta en aprovechar las situaciones convulsas donde afloran las debilidades del resto, volviendo a la primera plana durante toda esta crisis y recuperando por momentos la relevancia internacional. Solo había que ver como su maquinaria informativa difundía imágenes de aviones de carga llenos de ayuda llegando a prácticamente todos los continentes, incluidos puntos de Europa del sur como Italia, durante los momentos más complicados. Una Rusia que en estos momentos es uno de los lugares del mundo donde el capitalismo más voraz campa a sus anchas en su versión más atroz, cuando no directamente mafiosa. Pero si algo le cuesta es dejar de seguir siendo ese viejo gigante con pies de barro que agoniza por la crisis del petróleo, que sigue sufriendo un goteo constante en su desmembramiento territorial y que cuenta con una población que además de envejecida no deja de decrecer como fiel reflejo de lo que es la actual Rusia.
Por desgracia, uno de los efectos inmediatos que tendrá esta crisis es el aumento en la brecha de desigualdad entre los más ricos y los más pobres. Latinoamérica, la parte del planeta donde más personas subsisten afinadas en inmensos centros urbanísticos donde prácticamente es imposible mantener ningún tipo de distanciamiento o confinamiento correcto que ayude a paliar la expansión del virus. Si a ello le añadimos un sistema sanitario precario, un mercado informal bastante amplio y en general unos países con economías débiles, el resultado es el drama que ya se está viviendo. Lo que sí, es que parece que la región, en gran parte de sus estados, ha apostado por la colaboración con Rusia y China más que con el eje Estados Unidos, Unión Europea. De hecho para China hace tiempo ya que el continente es un punto clave en su política de expansión, donde destaca como proyecto estrella la construcción de un canal en Nicaragua para ejercer como competencia directa del de Panamá, con el fin de hacerse con el control del comercio marítimo intercontinental.
Entre los más desfavorecidos, el norte de África y Oriente Medio, una parte del mundo siempre agitada y en constante conflicto, en gran parte debido a los intereses de las grandes potencias en la región. El control por el canal de Suez y el atractivo por el provecho energético del gas y del petróleo, nunca han pasado desapercibidos para los poderosos. Qué decir de los enfrentamientos armados como el de Siria, Yemen o las revueltas del Líbano, que si ya antes de esta crisis estaban pasando totalmente desapercibidos, ahora durante la pandemia han quedado absolutamente invisibilizados. Si ya era vital la cooperación internacional, ahora que los países pudientes guardarán todos sus recursos para salvar sus economías, difícilmente veremos algún gesto de solidaridad en la zona. Además recordemos que estos países, desde hace tiempo, están soportando sin apenas medios, ni recursos y mucho menos la colaboración internacional, la llegada de miles de refugiados y de inmigrantes llegados de territorios de Asia Central y del África subsahariana como paso previo a Europa.
Por último, el África negra, la siempre olvidada, que seguramente cuando todo pase veremos las típicas tardías e insuficientes campañas de solidaridad tratando de maquillar el problema y de limpiar la conciencia del hombre blanco. Una tierra para la cual la crisis es un statu quo permanente y que ya antes de esta pandemia convivía con infinidad de brotes víricos como el SIDA o la malaria entre otros muchos. Su situación económica, un mercado informal casi como modus vivendi y los grados de insalubridad derivados de la pobreza extrema, hacen casi imposible tratar de luchar contra la covid-19. Un continente, en su día, explotado por los gobiernos europeos y estadounidense y que ahora China se ha hecho en los últimos tiempos con el control casi total de la mayoría de sus recursos. Hipócritas a los que se les llenan las bocas hablando de las virtudes de las democracias occidentales y de lo escandaloso de los totalitarismos africanos, pero que llegada la hora, no dudan un ápice en negociar económicamente con muchos de sus dictadores.
Tiempos complicados para políticas de cambio real, donde los Trump, Bolsonaro y compañía hacen buenos a los Biden y las Merkel. Algo que se traslada a la sociedad, donde aquellos que luchaban por salir de la precariedad y la miseria, al asomarse al precipicio del apocalipsis en forma de pandemia, seguramente, durante un tiempo al menos, den por buena la vuelta a la pérdida de derechos y la explotación laboral. Se viene una época complicada para las tesis idealistas, en un horizonte casi por seguro plagado de políticas posibilistas. Con lo que la apuesta de los gobiernos, no cabe duda que pasará, en el mejor de los casos, por un estéril reformismo, por lo que ahora más que nunca será necesario mantener el espíritu revolucionario candente. Lo que está claro es que, otra vez más, los únicos rayos de esperanza en esta crisis están llegando desde los sectores públicos, frente a unos mercados y a un sistema capitalista que adolecen de la capacidad para dar salida a un problema que ataña a toda la humanidad.