Para cambiar la sociedad, hay que romper con la propiedad capitalista

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20/10/2022
Adrienne Buller et Mathew Lawrence
Adrienne Buller es miembro de Common Wealth, directora del programa Green New Deal y coautora de Owning the Future: Power and Property in an Age of Crisis (2022).

 

Matthew Lawrence es director de Common Wealth, un nuevo grupo de reflexión con sede en el Reino Unido que diseña modelos de propiedad para la economía democrática.

Traducción: Marc Casanovas

A lo largo de la pandemia y del periodo de sufrimiento económico que trajo consigo, las noticias han estado marcadas por una serie de catástrofes crecientes. El apartheid mundial de las vacunas, resultado de la negativa del Norte a permitir que se comparta de forma no exclusiva la tecnología de las vacunas, supuso que a finales de 2021 el 80% de los adultos de la Unión Europea estuvieran totalmente vacunados, pero solo el 9,5% de las personas de los países de bajos ingresos hubieran recibido una sola dosis.

Mientras la riqueza de la vivienda se disparaba, los inquilinos sufrían una inseguridad permanente. Mientras que 500 millones de personas cayeron en la pobreza extrema y los ingresos del 99% de la población mundial disminuyeron entre marzo de 2020 y octubre de 2021, la riqueza de los diez hombres más ricos del mundo se duplicó hasta alcanzar los 1,5 billones de dólares, surgiendo un nuevo multimillonario cada 17 horas.

Desde entonces, la espiral de precios de la energía ha provocado una inflación extremadamente dolorosa en gran parte del mundo y las proyecciones sugieren que dos tercios de los hogares del Reino Unido podrían encontrarse en situación de pobreza energética el año que viene, incluso mientras los productores y proveedores de energía obtienen enormes beneficios.

En este contexto, las emergencias climáticas y medioambientales han continuado desarrollándose a un ritmo asombroso: sequías sin precedentes están afectando a las regiones agrícolas de Europa; las temperaturas en algunas partes de Inglaterra están superando los 40 grados centígrados; los incendios están arrasando los sitios de «compensación de carbono» en todo el mundo, echando por tierra la promesa de la captura de carbono.

Ninguno de estos acontecimientos es aislado. Más bien, son los frutos de un determinado acuerdo social y económico. Las crisis a las que nos enfrentamos hoy se solapan y se sienten de forma desigual, pero todas tienen un hilo conductor esencial: la forma en que se organiza actualmente la propiedad. La pandemia fue una revelación explosiva de una crisis que se ha ido acumulando durante décadas en las que se han privilegiado los derechos de propiedad por encima del bienestar colectivo.

El poder está determinado por la distribución y la naturaleza de los derechos de propiedad. Por lo tanto, cómo se lleva a cabo nuestra economía, y en interés de quién se ejerce ese poder, determina decisivamente nuestras sociedades y nuestras vidas.

Este punto puede parecer obvio: las relaciones de propiedad y la distribución de la misma siempre han sido fundamentales para determinar cómo se estructura una economía y a qué intereses sirve. La propiedad señorial de la tierra dio forma al feudalismo, la desposesión colonial apuntaló la acumulación del imperio, la propiedad de esclavos permitió una riqueza y una violencia extraordinarias en las sociedades esclavistas, e incluso hoy en día son los intereses de los propietarios los que dictan en gran medida cómo se gestionan nuestras economías y se organizan nuestros recursos. Estas estructuras han evolucionado con el tiempo; no son neutrales ni fijas. Las normas que rigen los derechos de propiedad reflejan el flujo y reflujo del poder dentro de una sociedad.

Esta es una constatación esperanzadora. La propiedad no es el único factor determinante de los resultados sociales y económicos, pero es un hilo conductor que une los inmensos retos a los que nos enfrentamos, y las muchas maneras en que podríamos esforzarnos por superarlos reimaginándola y transformándola.

Un sistema de propiedad al servicio de los propietarios

El Reino Unido se encuentra actualmente sumido en una crisis del coste de la vida, marcada por una inflación galopante alimentada en gran medida por la subida de los productos básicos de la vida, como el combustible, la energía o los alimentos. Al mismo tiempo, los accionistas de las grandes empresas de servicios públicos, así como los productores de combustibles fósiles que suministran el gas que distribuyen, siguen beneficiándose de enormes dividendos y recompras de acciones.

La propiedad es aquí doblemente crucial. En primer lugar, se trata de un entorno inflacionista en el que los hogares más pobres podrían ver incrementados sus costes en un 18% debido a su mayor gasto relativo en los productos esenciales (alimentos, energía y alquiler) más afectados por la subida de precios. En segundo lugar, se está utilizando un régimen de propiedad particular para justificar los enormes pagos a los accionistas en medio de este sufrimiento, sobre todo por su papel en el bloqueo de los pensionistas en el sistema financiero, lo que permite a los responsables políticos y a los comentaristas justificar los dividendos récord y las recompras en la (falsa) suposición de que pagan los ingresos de los pensionistas.

Pensemos en la crisis energética. Si la causa inmediata es la explosión de los precios al por mayor del petróleo y el gas, la forma en que se ha refractado en la sociedad, haciendo que unos pocos ganen y muchos pierdan, está inextricablemente ligada a la forma en que se posee nuestro sistema energético y a la lógica que impone el modelo de propiedad corporativa con fines de lucro.

Este año, BP, Shell, ExxonMobil, Chevron y Total han obtenido beneficios de casi 100.000 millones de euros en el primer semestre de 2022, el triple que en el mismo periodo de 2021. En cierto sentido, distribuir las ganancias a los accionistas podría ser mejor desde la perspectiva del clima que gastar más dinero en nuevas infraestructuras de combustibles fósiles. Pero esto implica imaginar un futuro en el que los gigantes de los combustibles fósiles simplemente se extinguen, lo que se contradice directamente con sus planes futuros publicados y su inversión continua en la extracción y exploración.

ExxonMobil gastó en 2020 más del doble en la remuneración de sus ejecutivos que en el gasto de capital con bajas emisiones de carbono en el último año. En un momento en el que las facturas de energía están por las nubes, podrían reducir sus márgenes para aliviar la presión sobre los hogares y las empresas. En cambio, los gigantes de la energía están utilizando la crisis para transferir una enorme riqueza de los hogares y las empresas a los accionistas.

Sin embargo, no debemos esperar otra cosa: el alfa y el omega de estas empresas es maximizar los beneficios de sus accionistas, extraer la riqueza de muchos en beneficio de unos pocos.

La crisis tampoco supone un cambio particular en este modelo de empresas energéticas orientadas a los intereses de los ricos poseedores de activos a costa de los trabajadores de a pie. Entre 2010 y 2020, por ejemplo, BP y Shell gastaron más de 147.200 millones de libras esterlinas en recompra de acciones y dividendos, mientras que las cinco grandes empresas petroleras y de gas estadounidenses pagaron más de 200.000 millones de dólares a los accionistas entre 2015 y 2020.

Si bien las empresas energéticas difieren en escala, el funcionamiento de la economía en su conjunto no es muy diferente. Dondequiera que nos dirijamos, desde el creciente dominio del capital privado sobre la atención social de los mayores, hasta la financiarización de la vivienda, pasando por la presión sobre los salarios reales incluso cuando los beneficios de las empresas se disparan, vemos el mismo patrón. Los modelos de propiedad extractiva alimentan las desigualdades de la economía de activos, en la que los que trabajan producen riqueza para los que poseen.

Una agenda alternativa

En muchos sentidos, el sistema capitalista contemporáneo es despiadadamente eficiente, haciendo precisamente aquello para lo que fue diseñado: acumular, encerrar, concentrar y expandir el beneficio de los que poseen. Ha generado una riqueza extraordinaria, pero en el proceso ha hecho de la pobreza su sello en medio de una abundancia sin precedentes. Hoy en día, los mismos procesos de concentración, cercamiento y extracción incorporados en su diseño están empezando a agotar las mismas fuentes de riqueza social y ecológica en las que se basan las economías capitalistas para reproducirse.

Frente a esto, un programa alternativo que desafíe las desigualdades de la economía de activos debe tener una orientación sistémica: las instituciones de la economía extractiva deben ser democratizadas, desde la empresa hasta los mercados de capitales, a través de nuevas herramientas de planificación pública y propiedad inclusiva; la omnipresente extracción de rentas, desde los servicios públicos hasta la vivienda, debe ser desafiada por una ola expansiva de desmercantilización que sustituya el acceso financiarizado a lo esencial de la vida por una oferta pública. A la privatización de los espacios hay que responder con una nueva era en la que se compartan la tierra, la naturaleza y la tecnología.

En resumen, para desafiar la primacía de la propiedad, debemos democratizar la producción, desmercantilizar lo esencial de la vida y defender los bienes comunes.

La primacía de la propiedad ha sido establecida por una agenda política dirigida por el Estado que no sólo ha privatizado y externalizado, sino que ha utilizado la política fiscal y monetaria para priorizar e inflar la riqueza de los propietarios de activos. Invertir esta tendencia es esencial para redefinir el papel de la propiedad en nuestras sociedades.

Si el lema de la revuelta del capital en los años 70 era «Estabilizar los precios, aplastar el trabajo, disciplinar el Sur», el lema (ciertamente más pesado) de la orientación política para poner fin a su reinado debería proclamar en cambio: «Democratizar la economía, desmercantilizar los fundamentos de la vida, defender los bienes comunes». Ahora tenemos los recursos y las capacidades para garantizar la seguridad material y las bases de una buena vida para todos los habitantes del planeta.

No hay necesidad de esperar a una futura liberación tecnológica, ni de justificar ese paso. La democratización de la propiedad puede redistribuir el poder y las ganancias de la empresa colectiva; la desmercantilización de la provisión de los bienes e infraestructuras que necesitamos puede liberarnos de la dependencia del mercado al tiempo que garantiza el acceso de todos a las necesidades de la vida; y la defensa y expansión de los bienes comunes puede llevar a que los activos se gestionen de forma compartida para el bien común.

En última instancia, se trata de un proyecto de democracia: la extensión de los principios y las relaciones democráticas a los espacios actualmente gobernados por la propiedad privada.

Si el neoliberalismo es un proyecto de poder estatal para defender la propiedad frente a las demandas populares de una reorganización más equitativa, el contramovimiento insiste, en cambio, en que la economía es una entidad hecha socialmente que el poder democrático puede reestructurar. Una economía democrática es aquella en la que los principios de la democracia que conocemos se extienden más allá del sistema político y llegan a nuestros lugares de trabajo y comunidades, y en la que redistribuimos el control común sobre el funcionamiento de la economía para ampliar la libertad humana.

La libertad de unos pocos no puede basarse en la explotación de otros, ni puede ejercerse mediante jerarquías injustificables. Por lo tanto, es incompatible con los regímenes privados de poder que generan las relaciones de propiedad capitalistas.

Por el contrario, la libertad es un proyecto compartido: la libertad individual está garantizada por la emancipación colectiva. Esto requiere una orientación política que se comprometa a reimaginar nuestros sistemas de propiedad y control.

No hay ningún partido, tradición o movimiento que pueda o deba hacerlo solo. Necesitamos un frente popular de masas que abarque a diversos grupos.

La historia que hay que contar es clara: el extraordinario potencial de muchos está siendo frenado por las instituciones que dan forma a nuestras vidas y comunidades, instituciones que consolidan la riqueza y el poder al tiempo que infligen violencia a las comunidades y al mundo natural al priorizar la propiedad sobre las necesidades urgentes. La derecha política defiende y reproduce esta configuración. Para superarlo, un nuevo bloque debe desafiar y reimaginar las instituciones de propiedad y control para construir una sociedad alternativa, inclusiva y plenamente democrática.

El establecimiento de un control democrático en todas las esferas de la vida puede ayudar a contrarrestar la justificada desilusión con el sistema político y sus representantes que muchas personas sienten hacia el ámbito político. Para ganar, es urgente pasar de una crítica moral del presente a una oposición a las fuerzas e instituciones que generan estas injusticias, con un plan creíble para desmantelarlas y construir algo nuevo en su lugar. Es hora de que nos hagamos cargo del futuro.

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