Antonio José Montoro Carmona (@amontoro1979)
El próximo 18 de otubre, las clases populares de Bolivia y América Latina se juegan su futuro. Aunque la distancia nos dificulte establecer una relación directa, probablemente el nuestro también se encuentra concernido. En las elecciones presidenciales que se celebrarán ese día no se decide únicamente el nombre del próximo presidente de esta nación sudamericana, sino que se somete a examen las limitaciones de los proyectos de transformación social en el marco de la democracia liberal.
Un año atrás, la oligarquía boliviana llegó a la conclusión de que el proceso político liderado por Evo Morales debía finalizar. Pese a que los cambios llevados a cabo los últimos 15 años no habían puesto en tela de juicio su papel hegemónico en la vida económica del país, el aumento de la presión fiscal para la financiación de políticas redistributivas básicas suponía un desafío inadmisible a la lógica de dominación construida a lo largo de dos siglos. La intervención del ejército y la policía boliviana, que contó con el apoyo de la OEA, demostró que los cambios acometidos por el gobierno del MAS en el sistema político e institucional habían logrado desactivar instancias de poder determinantes para el éxito de los golpes de estado blandos de la derecha en otros países de la región.
El gobierno surgido del golpe de estado de noviembre de 2019 se ha mostrado absolutamente incapaz de estabilizar la situación política y social. Al no definir con claridad una fuente de legitimidad que justifique su usurpación antidemocrática del poder, el gobierno liderado por Jeanine Añez no ha podido capitalizar el descontento de las clases medias ni de parte de la base social del MAS. Frente a esto, el recurso a la represión y a la movilización del racismo atávico de las clases profesionales desplazadas por la emergencia del sujeto político campesino e indígena, ha estrechado la posibilidad de construir un proyecto democrático de la derecha boliviana (y posiblemente regional).
Más allá del gobierno conformado después del golpe de estado, los disensos que existen al interior de la élite empresarial que lo sustentó política y económicamente, impiden la consolidación de un nuevo grupo dirigente capaz de liderar una alternativa de largo plazo. La difícil convivencia entre la extrema derecha supremacista, el fascismo ortodoxo, el fundamentalismo cristiano o, entre otros, el social-liberalismo más proclive al juego democrático, lastran la consolidación de un bloque dirigente que dibuje un proyecto de país sustentado en el consenso social y no en la fuerza de las armas.
Esta debilidad explica la renuncia de la actual presidenta a su candidatura a las elecciones del 18 de octubre, que se enmarca en el intento de concentrar el voto de la derecha en los candidatos con mayores posibilidades de parar lo que parece una victoria segura del candidato del MAS. Pese a ello, ningún candidato ha conseguido desequilibrar la correlación de fuerzas existente en la amalgama ideológica de la derecha boliviana. Ni Carlos Mesa, ex vicepresidente con Sánchez de Lozada y representante del neoliberalismo más clásico, ni Luis Fernando Camacho, producto de la pujante extrema derecha evangélica latinoamericana y forjado en las organizaciones juveniles del fascismo cruceño, tienen la capacidad de imponerse como hegemón que articule el sentimiento anti Evo Morales en un proyecto político autónomo y con entidad en sí mismo.
Por su parte, los movimientos sociales, las organizaciones populares y los sindicatos campesinos, indígenas y originarios que han sustentado el “Proceso de Cambio” desde 2005, han conseguido rearticular un proyecto unitario bajo la imprecisa consigna de la lucha contra la dictadura. Al igual que en el pasado el figura de Evo Morales fungía como elemento cohesionador, la existencia de una gobierno ilegítimo ha permitido aparcar las contradicciones internas (campesinado/pueblos indígenas; urbano/rural; clase/identidad étnica) y aglutinar toda la energía organizativa alrededor de una candidatura de naturaleza tecnocrática, cuyo máximo valor es la eficiencia en la gestión macroeconómica durante los gobiernos de Evo Morales y en la que la referencia intelectual aymara se ubica en la vicepresidencia como polo de atracción del otrora bloque dirigente.
Si bien esta configuración dual se erige sobre las mismas lógicas que desgastaron la hegemonía del sujeto campesino e indígena (centralidad absoluta de lo electoral que debilita la construcción del movimiento social), en el momento actual constituye la única opción para hacer retroceder el proyecto fascistizante de la derecha boliviana y latinoamericana. En caso de victoria de la candidatura del MAS, no cabe la menor duda de que asistiremos al uso de tanta violencia como sea necesaria por parte del gobierno para mantener en el poder a las élites reaccionarias. Todas las posibilidades están abiertas, desde el fraude electoral hasta la represión militar.
En este contexto concreto, el movimiento internacionalista tiene que demostrar un alto grado de madurez y, pese a las insuficiencias del “Proceso de Cambio”, situarse en el lado correcto del conflicto, donde se encuentra el campesinado, los pueblos indígenas y la clase trabajadora urbana. Apoyar la profundización de las medidas de transformación económica y social, llevar a cabo una crítica constructiva permanente y contribuir al fortalecimiento de los movimientos sociales y las organizaciones populares, campesinas e indígenas, debe constituirse en nuestro horizonte político y dar sentido estratégico a nuestra acción.
La expresión libre y democrática de los pueblos y naciones de Bolivia es una necesidad histórica para este país y para América Latina en su conjunto. De ello depende la estabilidad en toda la región y la posibilidad de desarrollar pacíficamente proyectos políticos alternativos al orden neoliberal.